¿Qué
recordaremos cuando todo esto haya pasado? O, mejor, qué
será digno de ser recordado. La memoria, la corteza de
árbol más amargo, -en palabras del poeta Julio
Rodríguez-, conseguirá devolvernos imágenes
algo más dulces de estos días trágicos.
Borraremos de nuestra retina la insolidaridad de aquellos que
llenaban sus carros en los supermercados sin pensar en que su
acopio injustificado significaba escasez para la vecina del
sexto. En los archivos de la policía languidecerán
las sanciones de los que no quisieron respetar la cuarentena,
anteponiendo su necesidad a la salud de los más débiles.
Nadie recordará las mentiras que dividen e intoxican
a través de las redes.
La filósofa
Hannah Arendt nos enseñó que la acción,
única actividad libre y voluntaria que se da entre los
hombres, es condición para el recuerdo. Junto con la
labor y el trabajo, actividades «impuestas», es
la forma bajo la que discurre la vida del ser humano en la tierra.
En estos días de pandemia, miles de agricultores, ganaderos
y panaderos, entre muchos otros, laboran para que las necesidades
biológicas de una sociedad confinada y temerosa puedan
satisfacerse. Transportistas, cajeras de supermercado, limpiadores,
docentes, policías, militares y, cómo no, el personal
sanitario, trabajan sin descanso para que nuestro mundo no se
derrumbe. Todos hemos aprendido, de golpe, cómo la sanidad
pública es el pilar de nuestra civilización, el
sostén de la mundanidad que permite que la acción
libre pueda desarrollarse.
Mientras
la curva del virus ominoso sigue ascendiendo, la acción
ha quedado congelada y nada de lo que ocurra tras las paredes
de nuestros hogares será recordado como existencia genuinamente
humana. «Estar entre hombres» es sinónimo
de vivir. Y el confinamiento significa la muerte del ciudadano,
el fin de las bellas palabras que, en las plazas, los teatros
o las universidades, confieren resplandor a la vida.
Recordaremos
lo vivido desde los balcones de nuestras casas, ese lugar elogiado
por Luis Landero como espacio intermedio entre la calle y el
hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado.
En un terreno que no se encuentra ni a la intemperie ni a resguardo,
estamos viviendo momentos de intensa emoción ciudadana
de los que hemos aprendido que toda felicidad, hasta la del
más miserable egoísta, está condicionada
por el hecho de que los seres humanos vivimos juntos.
No olvidaremos
jamás las caceroladas de indignación, ni los aplausos
a las personas que arriesgan su vida en los hospitales. Recordaremos
las partidas comunitarias al bingo y las canciones que se cantaron
en los barrios para hacer más felices a los niños.
Estas experiencias formarán parte de la memoria colectiva,
de la historia. Serán recordadas como la única
posibilidad que tuvimos de actuar libremente.Cuando, al fin,
recuperemos lo que el virus nos ha arrebatado, no deberíamos
olvidar que existe el bien común y que los intereses
egoístas que defendemos de puertas adentro jamás
nos darán la felicidad que, como animales políticos,
estamos llamados a conquistar. Tendremos que recordarlo una
y otra vez para decidir, unidos y en libertad, qué futuro
deseamos construir.
*Prof.
de Filosofía y delegado de PIDE.